VIVIR ES UN VERBO

viernes 12 de abril de 2013

 

“El verbo vivir nos divide entre, por una parte, un sentido de constatación fáctico, elemental: estar vivo, es decir, no estar muerto; y, por otra parte, el mismo sentido, pero intensivo, cualitativo e incluso portador de todos los valores (valere: estar sano) y, en consecuencia, determinado por la infinitud: “¡Vivir al fin!”. ¿Acaso es posible desear algo distinto? ¿Qué más podríamos imaginar capaz de colmar nuestra expectativa? Y al mismo tiempo ese algo ya nos ha sido dado. ¿Qué otra cosa podríamos celebrar que la región donde vivir, en las palabras de Platón y también de Mallarmé?

 

(…) Por una parte vivir es algo respecto a lo cual no tenemos perspectiva, con lo que siempre nos encontramos comprometidos de antemano, fuera de lo cual no podemos imaginarnos; pero por otra parte es algo de lo que siempre estamos distantes, de lo que siempre carecemos, que se retira, que no alcanzamos jamás. Es el verbo elemental y al mismo tiempo nombra lo absoluto; un verbo básico que simultáneamente nos sume en la más absoluta nostalgia. Denomina la condición de todas las condiciones al tiempo que señala el horizonte de todas las aspiraciones.

 

De modo que vivir nombra al mismo tiempo lo más inmediato y algo que nunca se ve satisfecho: estamos vivos, aquí y ahora, pero no sabemos cómo acceder a la vida. ¿Qué es lo que hace que se nos conceda la vida de antemano, mucho antes de que empecemos apenas a dudar, y a la vez nos resulte un don imposible?”

 

“Vivir es lo más elemental, lo que compartimos con la ameba, pero también el lugar donde colmamos nuestras aspiraciones.”.

 

 

François Jullien, Filosofía del vivir.

 

 

 

Dos registros para una voz. En la música barroca, una polifonía de base, llamada bajo continuo, sujeta el aleteo acrobático de las melodías, así como, en un bosque, la vegetación chata del sotobosque sustenta el ascenso de los árboles más altos.

 

Dos niveles. Los pasos cabizbajos, maquinales y encauzados, que ignoran el trazo de su propio camino. El vuelo extasiado, abierto y libre; abierto al sentido. Llevados al extremo: un reptil y un ave.

 

Sin quererlo, he añadido un valor a cada uno de los avances. Si alguien soltara la pregunta: ¿reptil o ave?, todos nos abalanzaríamos sobre el ave, desdeñando el reptil. Todos queremos ser pájaro. Al mismo tiempo que, aun queriendo ser pájaros, nuestros límites pueden obligarnos a reptar y a menudo lo hacen.

 

Entonces, he tenido la tentación de hacer una promesa grandilocuente: la psicoterapia os cruzará a esa orilla donde la vida es mayúscula y colma las aspiraciones, hasta las más secretas. Pero el anuncio de un viaje semejante está reservado a los grandes profetas. Ni siquiera. Sabemos que la eternidad mora en los intersticios de esta orilla que inevitablemente transitamos y que mi promesa había desdeñado.

 

Tal vez no son dos vidas, sino dos caras de la misma, pero como estamos divididos, la vemos doble. A nuestros ojos deficitarios el universo se presenta desdoblado. Además no podemos dejar de preferir una de sus dos caras. ¿Quién no prefiere la luna llena a la nueva? Somos seres escindidos y prejuiciosos. Prejuiciosos, tal vez, a causa de nuestro dualismo. Cuando tenemos dos, es inevitable preferir uno por encima del otro. Menos en el caso de los padres, que se empeñan en asegurarnos que quieren por igual a sus dos gemelos. Cuando el uno se desdobla en dos, empieza la jerarquía.

 

La vida plena y la vacía, la de logros y presencias y los bosques sombríos de ausencia, los grandes ideales y las pequeñas cosas, la que se acomoda y la de las grandes hazañas, la externa y la interior, la verdadera y el simulacro, la que se exalta y la que se abate, la diurna y la nocturna, la cotidianeidad y la aventura. La grande y la pequeña.

 

Sólo una persona adulta, frente a dos trozos de pastel, calculando la envergadura de su hambre, elegiría el pequeño. Un niño, siempre el grande, aunque terminara por dejarlo a medias en el plato.

 

Pero, entonces, si nos gusta la grande, ¿qué? ¿Abandonamos esta vida que nos traemos entre manos?

 

Como nuestra preferencia espontánea sigue estando tan condicionada y decantada como la de los niños, entonces la psicoterapia, si quiere serle fiel a la vida a la que sirve, a su dualidad, o mejor, a la unidad que infiere de la suma de sus caras, tiene la obligación de reparar la unilateralidad de nuestro prejuicio, dejando correr la tentación de proposiciones pomposas, con esta modestia: la psicoterapia os reconciliará con vuestra existencia real, la cual transcurre mayormente en esta vulgar orilla. Hasta ahora había evitado el adjetivo vulgar, pero se había constelado solo en cada una de nuestras mentes. ¿No es adultez esta conformación a lo que hay tal como se presenta, renunciando al idealismo inflamado de la adolescencia y la primera juventud?

 

En parte. Un planteamiento así de humilde tampoco es justo con la vida. ¿Acaso la gran vida, la que llevas horas y días soñando, (las grandes vidas, en tanto que relatos continuos, o se sueñan o se escriben o aparecen en las películas), por haberla soñado tú, no es tan real como los pasos que cada mañana te dejan en las mismas rutinas? ¿Acaso esa vida, real también, aunque sólo presentida, no merece ser defendida, luchada?

 

Aunque sin tener que morir por ella.

 

(¿Existe el yo de los mismos gestos cada día y otro yo posible que dibujarían esos gestos que no te has atrevido a ensayar ni a solas frente al espejo?)

 

Como es imposible anclarse en esta vida sin dejar de escuchar el latido de la otra, aunque sea amortiguado como la trompeta con sordina de Miles Davis, el de la que imaginamos grande, bella y verdadera. Como también sería una pena dejar escurrir entre los dedos la vida que ocurre inevitablemente mientras soñamos con las otras posibles. Como tan cierta es la linealidad cotidiana como la verticalidad de los instantes extáticos. Entonces a la psicoterapia le queda encomendado el trabajo de trenzar con arte las dos vidas que le pertenecen al paciente, aquélla con la que acude y la que se intuye como potencial. De nuevo, pues, el cometido de la psicoterapia es la relación.

 

Digo con arte. Porque cualquier persona, por el mero hecho de vivir, acuda o no a psicoterapia, compagina, como puede (con su arte, ciertamente), su pequeña vida con su anhelo de la grande. Y obtiene ricas armonías.

 

O llega a soluciones de puro compromiso. Cuando cede a la tensión que implica la relación entre las dos vidas. Y se alía masivamente con una de ellas en detrimento de la otra. Ni siquiera lo decide, deja que ocurra de forma medio clandestina. Para que esa otra, a ser posible, no se entere ni se ofenda. Cuando le tributa al césar lo que es de dios, o al revés.

 

¿Os acordáis del niño que llegaba al colegio jactándose de haber resuelto el cubo de Rubik, cuando en realidad, en la soledad de su habitación, sólo había cambiado de sitio las pegatinas de colores para hacerlas coincidir? Llegaba verdaderamente satisfecho, como si verdaderamente confundiera su apaño con un logro.

 

No en vano, Freud llamó soluciones de compromiso a los síntomas que genera nuestro vivir. A sus nudos, que son los que, con suerte, nos llevarán a psicoterapia. Queriendo decir que esa tristeza sin motivo que te inunda, o esa ansiedad subyacente que mina tus fuerzas, o esos pensamientos extraños que se reiteran, o esos miedos que te encallan, o esa relación que no puedes seguir pero tampoco sabes terminar… son respuestas psíquicas a tus intentos “tramposos” de obtener la cuadratura del círculo. Tramposos porque desconsideran una de tus dos vidas (habitualmente, resulta curioso, la más apetecible) y faltan a tu entereza. Tramposos tratando de quedar bien con ambas vidas. Demasiado políticamente correctos. Superficiales. Freud concibió el síntoma en la encrucijada Consciente/Inconsciente como una solución de compromiso al conflicto que acontece cuando un impulso inconsciente contradice la adaptación a la vida consciente; una solución que ensaya, sin conseguirlo, la conciliación de represión y satisfacción.

 

La psicología que parte del psicoanálisis ha dividido el espacio psíquico en dos territorios, Consciente e Inconsciente. Por la conciencia, a la luz del día y horizontalmente, avanza la pequeña vida personalmente determinada, que quiere decir sólo tuya, pues la definen tus acciones y la circunscriben tus limitaciones. El inconsciente, cuya dimensión es la profundidad, alberga, veladamente pero en ebullición, todas las imágenes y los ideales de todos, una gran vida que nos dio a luz y ahora nos sustenta, a la vez que nos espera.

 

La virtud que tiene esta topografía, cuando queremos usarla para situar las dos vidas, es que relativiza el valor que solemos darle: A la altura, ya que ubica la gran vida en la profundidad, abajo. A la claridad, pues, a menudo, más dormidos de día que en los sueños, percibimos confusos y opacos los datos de la conciencia, que se nos escapan, en comparación con el brillo y el relieve con que nos asaltan, para quedarse, las imágenes inconscientes, precisamente porque lo hacen en el marco de la oscuridad.

 

Si la psique no se conforma con relamidas soluciones de compromiso, entonces el arte de la psicoterapia, como el de la buena vida, tendrá que apelar, para tejer las dos vidas, al conector psíquico más radical, el deseo. El deseo es radical porque enraiza estos pequeños pasos con la gran aventura para la que fueron soñados. Y porque no está para ecuanimidades.

 

¿Cuál es tu deseo?, la pregunta clave de una psicoterapia.

 

Vivir es un verbo y es propio de los verbos convocar un movimiento. François Jullien imagina el de vivir como un vaivén de marea. Se presenta y se retira, ahora nos llega y luego se nos escapa. A veces, por un instante, lo retenemos entre las manos, un instante extraordinariamente saturado de vida, una fiesta… para descubrir, sin embargo, que la fiesta es siempre más fiesta mientras se prepara y cuando se desvanece… pero eso ya lo explica él con mucha más finura en su Filosofía del vivir.

 

Imposible no recordar con nostalgia aquellas fiestas de Gatsby. El brillo y la ternura de un personaje trágico que, cual mago, invirtió su tiempo en crear de la nada (bueno, de la nada no, de su imaginación) una gran vida y acabó engullido por ella.

 

 

 

12. abril 2013 by Marta Sánchez Valenzuela
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One Comment

  1. ¿Tal vez, las dos vidas de los humanos sean la propia y la heredada, y la presión sobre la propia la ponga la heredada?
    Ortega decía que «lo que diferencia al hombre del animal es que el hombre es un heredero y no un mero descendiente»